viernes, 1 de julio de 2022

LA ASAMBLEA

 

Fueron llegando de a uno, casi como si alguien hubiera determinado el orden de llegada.

Primero llegó Tucker. Él debía abrir la puerta del salón principal. Nadie más tenía la llave. Hacía muchos años que Tucker abría, y comenzaba a disponer todo. El gran libro sobre la mesa ovalada, de madera nudosa, antigua. La cantidad de sillas suficientes para que todos quedaran alrededor de la mesa – cantidad pocas veces variaba, cuando alguien moría o entraba algún miembro nuevo.

Abrió el libro en la última página escrita, trazó una línea de lado a lado y colocó la fecha: 1 de Julio. Dejó la lapicera abierta en el surco entre ambas páginas. Miró a su alrededor para que ningún detalle se le escapara, y consultó su reloj. Mary debería estar llegando.

Casi como respondiéndole, Mary atravesó el umbral, luego de golpear tres veces cortas, y ser admitida.  Venía ataviada con ropaje antiguo, como de otro siglo anterior, prolijamente peinada con su pelo recogido en una trenza alrededor de su cabeza, con una seria pulcritud.

Ella tenía la tarea de preparar los brebajes – te y café y alguna jarra con agua-, para que nadie tuviera que distraerse buscándolos. Dispuso las tazas con esmero sobre un banco largo, cercano a la mesa ovalada donde estarían los asistentes. Echó un vistazo certero sobre las superficies para chequear que estaban limpias y brillantes como la ocasión lo requería. Todo en su lugar.  Hasta la enorme cruz de madera oscura brillaba sobre la pared del fondo. Se aseguró de que todas las cortinas estuvieran cerradas y no quedara ningún resquicio por donde alguien pudiera espiar. Sobre el inmenso reloj de la pared opuesta, las agujas marcaban dos minutos para las ocho de la noche. Fue entonces cuando se oyeron tres golpes más, y Mary supo que debía apresurarse para salir por la puertita trasera, ya que la tradición no permitía las reuniones mixtas. Se despidió con un susurro, y salió.

Entraron Harry, el pastor de la iglesia presbiteriana, y junto a él, el alguacil del condado con su ayudante.  Los tres se acomodaron alrededor de la mesa, no sin antes firmar el gran libro que Tucker les señalaba, uno por uno.

Todo era silencio y solemnidad. Se podía escuchar la respiración pesada y ruidosa del alguacil que estaba muy pasado de peso.

Así fueron llegando, Irael, el tendero, Jacob el médico del pueblo, con sus tres hijos varones, jóvenes y taciturnos.

Justo cuando Tucker se estaba impacientando, se oyó el motor estridente de una camioneta de la que bajaron 6 hombres jóvenes, manejada por el cura de la capilla de las afueras del pueblo.

Rompiendo un poco el silencio lúgubre, aunque respetuoso que reinaba, discutieron brevemente sobre los lugares a ocupar alrededor de la mesa.

Una mirada sombría y amenazante volvió todo a su lugar, y reinó nuevamente el silencio.

Entraron cuatro hombres más, cargando una pesada caja que depositaron en el suelo.

“Estamos todos?”, bramó la voz de Tucker.

“Si, señor escribiente” respondieron al unísono.

Acto seguido, Tucker tomó una bolsa y repartió las capuchas blancas entre los presentes.

El comisario y su ayudante abrieron la pesada caja, y repartieron las armas, los garrotes y los cuchillos y demás elementos.

Y formando un círculo, tomados de sus manos, recitaron una vieja oración en latín.

Al terminar, el cura del pueblo, dijo en voz alta.

“hoy toca en la casa de Tom. Ese negro ya me tiene harto”

Un aullido descomunal de sangre y victoria se elevó de las gargantas, y salieron.

Se subieron a todos los vehículos, ya encapuchados, y con la cruz encendida partieron raudos hacia su destino de venganza.

Como si supiera, el cielo comenzó a llorar.

 

 

 

UN DIA DE FESTEJOS

 

Ana salió de la fiscalía a las 16 hs en punto. Como todos los días de los últimos dos años.

Sabía perfectamente que, si apuraba el paso, tomaría el subte correcto, y en menos de una hora estaría en su casa.

Le sorprendió la lluvia intensa al salir del edificio, y odió el viento que azotaba su cara y utilizaba su pelo cual látigo. Trató de cubrirse, pero fue inútil.

Cuando llego a la estación de la línea D, empezó a tiritar de frio y maldijo por lo bajo. El invierno no era su estación favorita.

Ese día específico, mas gente de la habitual, se agolpaba en el andén de partida.

Otro motivo más para su repentino mal humor.

Cuando llegó la formación, la multitud se abrió paso hacia todos los  espacios libres que habían y ella quedo literalmente atrás, rezagada y empujada.

Fue entonces que pensó que valía la pena intentar otra forma de llegar, si quería mantener su integridad física y su celular y billetera a salvo.

Salió de la estación y buscó un taxi.

Hoy quería llegar antes que Martín. Darse una ducha, cambiar su ropa y disponer la mesa con las flores y velas que había comprado el día anterior.

Ese pensamiento disipó un poco su fastidio, y corrió hasta la esquina buscando una banderita de “libre”.

Todos los autos llenos, la gente estaba subiendo a taxis por todos lados.

Empezó a impacientarse. Y de pronto, aquel taxi, que gira en la esquina y la ve.  Hace caso omiso de una señora y un joven que le hacían señas desesperadas, y avanza hacia ella.

Abrió la puerta y pudo ver la pulcritud extrema del interior del coche. Subió, saludó con una amplia sonrisa, y agradeció haber sido elegida para su viaje.

El conductor miro por el espejo retrovisor, pero no contestó. Ella pensó que tal vez él estaría pensando en su ropa mojada, y la estela de gotas que iba dejando a medida que subía y se acomodaba en el asiento. Así que saco unas carilinas y se dispuso a limpiar todo lo mejor posible.

De repente se dio cuenta que no le había dicho su dirección, y se apresuró a disculparse por ello, poniendo en conocimiento del conductor, la intersección de las dos calles a donde se dirigía.

Tampoco hubo comentarios de parte del conductor. Sólo la miró por el espejo y continuó la marcha. Ana pensó que el pobre hombre estaría tratando de salir de ese infierno de autos y gente, lo mejor posible, y no tendría ganas de charlar con ella.

Ella sí hubiera querido charlar. Contarle que quería llegar rápido porque hoy. Justo hoy, Martín y ella cumplían un año de convivencia. Estaba feliz. Plena.  No había sido fácil la previa, pero lo habían logrado, y estaban muy felices y enamorados.

Hubo forcejeos con la madre de Martín, y un poco con la suya propia, pero ellos decidieron seguir adelante. Y lo hicieron. Y hoy, felices tenían un doble festejo. Un año juntos y ese positivo que había descubierto esa mañana en la prueba rápida de embarazo.

Pensó llamar a Martín durante la mañana y contarle, pero después imaginó el romántico momento, en medio del brindis, en que se lo daría a conocer. Y optó por eso.

Hizo memoria y reacomodó en su imaginario, el mantel, las copas, las flores y las velas. Las luces bajas, mejor una lámpara y las luces apagadas… y la música. Aquella melodía que escucharon juntos el día que decidieron comenzar a amarse.

De repente corcoveó el vehículo y su cabeza golpeó en el techo. Medio aturdida, miró hacia afuera, y la velocidad que había adquirido el vehículo la asustó. Tampoco reconoció esa avenida por la que estaban circulando. Trató de ubicarse, y le pidió al conductor que aminorara la marcha. Nunca le había gustado la velocidad.

Cuando comenzó a hablarle, escuchó el zumbido de un vidrio que se elevaba y separaba el asiento del conductor, del trasero donde estaba ella. Una ventana enorme, que dividía el vehículo en dos cubículos totalmente independientes.

Empezó a helarse, y un miedo creciente se apoderó de su pensamiento, y de su cuerpo.

Sintió ganas de orinar. Golpeó el vidrio con fuerza, pero no hubo respuesta. El conductor siguió manejando de manera demencial, sin siquiera mirarla por el espejo retrovisor.

Repentinamente un olor acre se apoderó de su olfato, y su visión comenzó a nublarse.

Trato de abrir las puertas por tercera vez, pero era imposible. Estaban trabadas por dentro. Y además no tenía fuerza. Lo último que vio fueron unas casas bajas, de pasillos angostos. Y sintió resbalarse de sus manos su cartera y el portafolios del trabajo.

Todo empezó a nublarse. Y su mente se entregó, como ya se había entregado su cuerpo.