Ana salió de la
fiscalía a las 16 hs en punto. Como todos los días de los últimos dos años.
Sabía
perfectamente que, si apuraba el paso, tomaría el subte correcto, y en menos de
una hora estaría en su casa.
Le sorprendió la
lluvia intensa al salir del edificio, y odió el viento que azotaba su cara y
utilizaba su pelo cual látigo. Trató de cubrirse, pero fue inútil.
Cuando llego a la
estación de la línea D, empezó a tiritar de frio y maldijo por lo bajo. El
invierno no era su estación favorita.
Ese día
específico, mas gente de la habitual, se agolpaba en el andén de partida.
Otro motivo más
para su repentino mal humor.
Cuando llegó la
formación, la multitud se abrió paso hacia todos los espacios libres que habían y ella quedo
literalmente atrás, rezagada y empujada.
Fue entonces que
pensó que valía la pena intentar otra forma de llegar, si quería mantener su
integridad física y su celular y billetera a salvo.
Salió de la
estación y buscó un taxi.
Hoy quería llegar
antes que Martín. Darse una ducha, cambiar su ropa y disponer la mesa con las
flores y velas que había comprado el día anterior.
Ese pensamiento
disipó un poco su fastidio, y corrió hasta la esquina buscando una banderita de
“libre”.
Todos los autos
llenos, la gente estaba subiendo a taxis por todos lados.
Empezó a
impacientarse. Y de pronto, aquel taxi, que gira en la esquina y la ve. Hace caso omiso de una señora y un joven que
le hacían señas desesperadas, y avanza hacia ella.
Abrió la puerta y
pudo ver la pulcritud extrema del interior del coche. Subió, saludó con una
amplia sonrisa, y agradeció haber sido elegida para su viaje.
El conductor miro
por el espejo retrovisor, pero no contestó. Ella pensó que tal vez él estaría
pensando en su ropa mojada, y la estela de gotas que iba dejando a medida que
subía y se acomodaba en el asiento. Así que saco unas carilinas y se dispuso a
limpiar todo lo mejor posible.
De repente se dio
cuenta que no le había dicho su dirección, y se apresuró a disculparse por
ello, poniendo en conocimiento del conductor, la intersección de las dos calles
a donde se dirigía.
Tampoco hubo
comentarios de parte del conductor. Sólo la miró por el espejo y continuó la
marcha. Ana pensó que el pobre hombre estaría tratando de salir de ese infierno
de autos y gente, lo mejor posible, y no tendría ganas de charlar con ella.
Ella sí hubiera
querido charlar. Contarle que quería llegar rápido porque hoy. Justo hoy,
Martín y ella cumplían un año de convivencia. Estaba feliz. Plena. No había sido fácil la previa, pero lo habían
logrado, y estaban muy felices y enamorados.
Hubo forcejeos
con la madre de Martín, y un poco con la suya propia, pero ellos decidieron
seguir adelante. Y lo hicieron. Y hoy, felices tenían un doble festejo. Un año
juntos y ese positivo que había descubierto esa mañana en la prueba rápida de
embarazo.
Pensó llamar a
Martín durante la mañana y contarle, pero después imaginó el romántico momento,
en medio del brindis, en que se lo daría a conocer. Y optó por eso.
Hizo memoria y
reacomodó en su imaginario, el mantel, las copas, las flores y las velas. Las
luces bajas, mejor una lámpara y las luces apagadas… y la música. Aquella melodía
que escucharon juntos el día que decidieron comenzar a amarse.
De repente
corcoveó el vehículo y su cabeza golpeó en el techo. Medio aturdida, miró hacia
afuera, y la velocidad que había adquirido el vehículo la asustó. Tampoco
reconoció esa avenida por la que estaban circulando. Trató de ubicarse, y le
pidió al conductor que aminorara la marcha. Nunca le había gustado la
velocidad.
Cuando comenzó a
hablarle, escuchó el zumbido de un vidrio que se elevaba y separaba el asiento
del conductor, del trasero donde estaba ella. Una ventana enorme, que dividía
el vehículo en dos cubículos totalmente independientes.
Empezó a helarse,
y un miedo creciente se apoderó de su pensamiento, y de su cuerpo.
Sintió ganas de
orinar. Golpeó el vidrio con fuerza, pero no hubo respuesta. El conductor
siguió manejando de manera demencial, sin siquiera mirarla por el espejo
retrovisor.
Repentinamente un
olor acre se apoderó de su olfato, y su visión comenzó a nublarse.
Trato de abrir
las puertas por tercera vez, pero era imposible. Estaban trabadas por dentro. Y
además no tenía fuerza. Lo último que vio fueron unas casas bajas, de pasillos
angostos. Y sintió resbalarse de sus manos su cartera y el portafolios del
trabajo.
Todo empezó a
nublarse. Y su mente se entregó, como ya se había entregado su cuerpo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario