viernes, 1 de julio de 2022

UN DIA DE FESTEJOS

 

Ana salió de la fiscalía a las 16 hs en punto. Como todos los días de los últimos dos años.

Sabía perfectamente que, si apuraba el paso, tomaría el subte correcto, y en menos de una hora estaría en su casa.

Le sorprendió la lluvia intensa al salir del edificio, y odió el viento que azotaba su cara y utilizaba su pelo cual látigo. Trató de cubrirse, pero fue inútil.

Cuando llego a la estación de la línea D, empezó a tiritar de frio y maldijo por lo bajo. El invierno no era su estación favorita.

Ese día específico, mas gente de la habitual, se agolpaba en el andén de partida.

Otro motivo más para su repentino mal humor.

Cuando llegó la formación, la multitud se abrió paso hacia todos los  espacios libres que habían y ella quedo literalmente atrás, rezagada y empujada.

Fue entonces que pensó que valía la pena intentar otra forma de llegar, si quería mantener su integridad física y su celular y billetera a salvo.

Salió de la estación y buscó un taxi.

Hoy quería llegar antes que Martín. Darse una ducha, cambiar su ropa y disponer la mesa con las flores y velas que había comprado el día anterior.

Ese pensamiento disipó un poco su fastidio, y corrió hasta la esquina buscando una banderita de “libre”.

Todos los autos llenos, la gente estaba subiendo a taxis por todos lados.

Empezó a impacientarse. Y de pronto, aquel taxi, que gira en la esquina y la ve.  Hace caso omiso de una señora y un joven que le hacían señas desesperadas, y avanza hacia ella.

Abrió la puerta y pudo ver la pulcritud extrema del interior del coche. Subió, saludó con una amplia sonrisa, y agradeció haber sido elegida para su viaje.

El conductor miro por el espejo retrovisor, pero no contestó. Ella pensó que tal vez él estaría pensando en su ropa mojada, y la estela de gotas que iba dejando a medida que subía y se acomodaba en el asiento. Así que saco unas carilinas y se dispuso a limpiar todo lo mejor posible.

De repente se dio cuenta que no le había dicho su dirección, y se apresuró a disculparse por ello, poniendo en conocimiento del conductor, la intersección de las dos calles a donde se dirigía.

Tampoco hubo comentarios de parte del conductor. Sólo la miró por el espejo y continuó la marcha. Ana pensó que el pobre hombre estaría tratando de salir de ese infierno de autos y gente, lo mejor posible, y no tendría ganas de charlar con ella.

Ella sí hubiera querido charlar. Contarle que quería llegar rápido porque hoy. Justo hoy, Martín y ella cumplían un año de convivencia. Estaba feliz. Plena.  No había sido fácil la previa, pero lo habían logrado, y estaban muy felices y enamorados.

Hubo forcejeos con la madre de Martín, y un poco con la suya propia, pero ellos decidieron seguir adelante. Y lo hicieron. Y hoy, felices tenían un doble festejo. Un año juntos y ese positivo que había descubierto esa mañana en la prueba rápida de embarazo.

Pensó llamar a Martín durante la mañana y contarle, pero después imaginó el romántico momento, en medio del brindis, en que se lo daría a conocer. Y optó por eso.

Hizo memoria y reacomodó en su imaginario, el mantel, las copas, las flores y las velas. Las luces bajas, mejor una lámpara y las luces apagadas… y la música. Aquella melodía que escucharon juntos el día que decidieron comenzar a amarse.

De repente corcoveó el vehículo y su cabeza golpeó en el techo. Medio aturdida, miró hacia afuera, y la velocidad que había adquirido el vehículo la asustó. Tampoco reconoció esa avenida por la que estaban circulando. Trató de ubicarse, y le pidió al conductor que aminorara la marcha. Nunca le había gustado la velocidad.

Cuando comenzó a hablarle, escuchó el zumbido de un vidrio que se elevaba y separaba el asiento del conductor, del trasero donde estaba ella. Una ventana enorme, que dividía el vehículo en dos cubículos totalmente independientes.

Empezó a helarse, y un miedo creciente se apoderó de su pensamiento, y de su cuerpo.

Sintió ganas de orinar. Golpeó el vidrio con fuerza, pero no hubo respuesta. El conductor siguió manejando de manera demencial, sin siquiera mirarla por el espejo retrovisor.

Repentinamente un olor acre se apoderó de su olfato, y su visión comenzó a nublarse.

Trato de abrir las puertas por tercera vez, pero era imposible. Estaban trabadas por dentro. Y además no tenía fuerza. Lo último que vio fueron unas casas bajas, de pasillos angostos. Y sintió resbalarse de sus manos su cartera y el portafolios del trabajo.

Todo empezó a nublarse. Y su mente se entregó, como ya se había entregado su cuerpo.

 

 

 

 

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