Fueron llegando
de a uno, casi como si alguien hubiera determinado el orden de llegada.
Primero llegó
Tucker. Él debía abrir la puerta del salón principal. Nadie más tenía la llave.
Hacía muchos años que Tucker abría, y comenzaba a disponer todo. El gran libro
sobre la mesa ovalada, de madera nudosa, antigua. La cantidad de sillas
suficientes para que todos quedaran alrededor de la mesa – cantidad pocas veces
variaba, cuando alguien moría o entraba algún miembro nuevo.
Abrió el libro en
la última página escrita, trazó una línea de lado a lado y colocó la fecha: 1
de Julio. Dejó la lapicera abierta en el surco entre ambas páginas. Miró a su
alrededor para que ningún detalle se le escapara, y consultó su reloj. Mary
debería estar llegando.
Casi como
respondiéndole, Mary atravesó el umbral, luego de golpear tres veces cortas, y
ser admitida. Venía ataviada con ropaje
antiguo, como de otro siglo anterior, prolijamente peinada con su pelo recogido
en una trenza alrededor de su cabeza, con una seria pulcritud.
Ella tenía la
tarea de preparar los brebajes – te y café y alguna jarra con agua-, para que
nadie tuviera que distraerse buscándolos. Dispuso las tazas con esmero sobre un
banco largo, cercano a la mesa ovalada donde estarían los asistentes. Echó un
vistazo certero sobre las superficies para chequear que estaban limpias y
brillantes como la ocasión lo requería. Todo en su lugar. Hasta la enorme cruz de madera oscura
brillaba sobre la pared del fondo. Se aseguró de que todas las cortinas
estuvieran cerradas y no quedara ningún resquicio por donde alguien pudiera
espiar. Sobre el inmenso reloj de la pared opuesta, las agujas marcaban dos
minutos para las ocho de la noche. Fue entonces cuando se oyeron tres golpes
más, y Mary supo que debía apresurarse para salir por la puertita trasera, ya
que la tradición no permitía las reuniones mixtas. Se despidió con un susurro,
y salió.
Entraron Harry,
el pastor de la iglesia presbiteriana, y junto a él, el alguacil del condado
con su ayudante. Los tres se acomodaron
alrededor de la mesa, no sin antes firmar el gran libro que Tucker les
señalaba, uno por uno.
Todo era silencio
y solemnidad. Se podía escuchar la respiración pesada y ruidosa del alguacil
que estaba muy pasado de peso.
Así fueron
llegando, Irael, el tendero, Jacob el médico del pueblo, con sus tres hijos
varones, jóvenes y taciturnos.
Justo cuando
Tucker se estaba impacientando, se oyó el motor estridente de una camioneta de
la que bajaron 6 hombres jóvenes, manejada por el cura de la capilla de las
afueras del pueblo.
Rompiendo un poco
el silencio lúgubre, aunque respetuoso que reinaba, discutieron brevemente
sobre los lugares a ocupar alrededor de la mesa.
Una mirada
sombría y amenazante volvió todo a su lugar, y reinó nuevamente el silencio.
Entraron cuatro
hombres más, cargando una pesada caja que depositaron en el suelo.
“Estamos todos?”,
bramó la voz de Tucker.
“Si, señor
escribiente” respondieron al unísono.
Acto seguido,
Tucker tomó una bolsa y repartió las capuchas blancas entre los presentes.
El comisario y su
ayudante abrieron la pesada caja, y repartieron las armas, los garrotes y los cuchillos
y demás elementos.
Y formando un círculo,
tomados de sus manos, recitaron una vieja oración en latín.
Al terminar, el
cura del pueblo, dijo en voz alta.
“hoy toca en la
casa de Tom. Ese negro ya me tiene harto”
Un aullido
descomunal de sangre y victoria se elevó de las gargantas, y salieron.
Se subieron a
todos los vehículos, ya encapuchados, y con la cruz encendida partieron raudos
hacia su destino de venganza.
Como si supiera,
el cielo comenzó a llorar.